El asesinato de los pueblos ancestrales, de quien defiende la tierra y de quien defende los derechos humanos se ha vuelto una constante en nuestra historia. Este colonialismo que llegó hace ya 4 siglos a nuestro país, se refleja en las personas que establecen (con diversos métodos) las formas en que hay que vivir, insertando ideas de dignidad y desarrollo, en trabajo y capital en oro respectivamente, que hasta el día de hoy están impregnadas en las estructuras de poder en Chile, reforzando constantemente esta práctica invisibilizadora de quienes habitan la tierra a lo largo del país, en su diversidad de culturas, prácticas propias y biodiversidades.
La inicial imposición del poder extranjero, y la posterior idea de ser atractivo para él, ha desembocado en prácticas neoliberales de protección al privado y desregulación, sin un apropiado resguardo de nuestros bienes naturales, remitiéndose únicamente al “derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación”, que amerita el alzamiento de voces de alerta por parte del pueblo.
Una de estas voces, la de Macarena Valdés, cumple cuatro años de su muerte: uno de los asesinatos más crudos de defensores ambientales del que se tiene registro. Ante la indiferencia del Estado, pese a que debiese ser este quien garantice los derechos de vida de las personas, éste no ha sido siquiera capaz de brindarle seguridad a quienes hoy se levantan en su derecho y deber de defender estas garantías, como voluntarios por la vida.
En este contexto de economia colonialista y estado indiferente, no es de extrañar que la gente cuestione las últimas muertes ocurridas por suicidio, ya que este fue el modus operandi con que buscaron encubrir el asesinato de Macarena Valdés. Así, cualquier suicidio que pueda ocurrir en la zona, particularmente a esa cosmovision, se vuelve sospechoso y levanta interrogantes. El miedo en el colectivo está.
El modelo capitalista y patriarcal nos atormenta día a día con la inseguridad que provee la constante competitividad y violación a la tierra. Un modelo desigual que no nos protege, sino que más bien vulnera desde su irracionalidad e injusticia perpetuando la sumisión de los integrantes más marginados de la sociedad; pobres, niños, niñas y adolescentes, migrantes, mujeres y pueblos indígenas, todas personas oprimidas por la estructura paternalista de los poderes que dicen saber más de la vulneración que quien es vulnerado. Como país le debemos un cambio a estas personas, un pacto que les garantice seguridad dentro del sistema, a todas aquellas personas, como la Negra, que alzan la voz para proteger la vida, y a esas otras que jamás pudieron defenderse del sistema, como Ámbar.
Ante esta constante vulneración de los derechos humanos, queremos referirnos sobre el Acuerdo de Escazú y cómo firmar y ratificar este tratado puede contribuir a dar solución a alguna de estas problemáticas. Si bien este viene a tratar los temas ambientales, la transversalidad de estos da una buena base democrática para la ciudadanía, ya que le garantiza el acceso a la información de manera oportuna, accesible y clara, el acceso a participaciones significativas de quien habita y el acceso a la justicia, asegurando la oportunidad de asesoría técnica y jurídica desde el Estado (actualmente el financiamiento recae en la caridad de ONGs y/o en el esfuerzo monetario de los ya vulnerables pobladores). Además, este acuerdo integra la solicitud del público de nuestra región de protección para los defensores ambientales. Escazú es fundamental para que las voces del Chile descentralizado se escuchen, estas manifiestan las necesidades y conocimientos de cada territorio, información relevante para los proyectos que se emplacen.
La necesidad de la Negra de representar y apoyar a una comunidad indígena tras su llegada al territorio representa a muchos actores involucrados en diversos conflictos ambientales. Personas que aceptan el rol de significar al territorio articulando las opiniones desde y para la ciudadanía y apoyándose con argumentos técnicos, tanto científicos como jurídicos. Sobre todo ante la institucionalidad que no se hace pertinente para las diversas culturas ancestrales. Ni con el compromiso del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que busca garantizar los Derechos a Pueblos Indígenas, ha sido suficiente para asegurar el respeto de la cosmovisión mediante las pertinentes consultas e integraciones.
Y es que el extractivismo, en sus interés rentista, se las ha arreglado para invisibilizar las voces de la ciudadanía de manera sistemática, mediante lobby e influencia en la repartición de poderes, y en casos más extremos con actores privados como sicarios, bandas criminales y terratenientes, que acallen a quien tenga conciencia y advierta de los efectos que éste conlleva.
Por ejemplo, respecto al pueblo mapuche y sus territorios, muchas veces ocupados por la industria forestal, vemos cómo se le dan facilidades a ésta para la omisión de la resolución de proyectos por el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), mediante la presentación de proyectos “pequeños” con el apoyo del Estado (Decreto Ley 701, de 1974), sin instancias de participación ciudadana obligatoria. Actualmente, las forestales cubren 3,08 millones de hectáreas, aproximadamente el 23% de los bosques de Chile (si es que se le puede llamar bosque al monocultivo, discutible).
Necesitamos con urgencia herramientas que nos aseguren que no vuelva a ocurrir en Chile un caso como el de Macarena Valdés o Nicolasa Quintreman, pues las amenazas y hostigamientos continúan, y han sido recibidas por activistas como Bárbara Astudillo, defensora de las comunidades rurales que se proveen con 50 lts de agua diarios mediante camiones aljibes; Gabriela Simonetti, quien se opone ante el obsoleto extractivismo carbón en Isla Riesco; y Patricia ‘dedos verdes’, por su postura contra el TPP 11, Tratado de Libre Comercio que se antepone a la legitimidad de la ciudadanía y su soberanía. En ellas se encarna el amedrentamiento del patriarcado hacia las mujeres que se levantan y defienden el saber y la preservación de la tierra, y todo lo que nos provee en vida.
La pertinencia de este Acuerdo en Latinoamérica se confirma con los resultados expuestos por Global Witness en el informe “Defensores del Mañana“, con registros del 2019. En éste, se estimó que en el mundo ocurren aproximadamente 4 muertes de defensores/as ambientales a la semana, de las cuales dos tercios ocurrieron en esta región, y se concentraron principalmente en el sector minero. Sin embargo, a nivel mundial las muertes también han aumentado significativamente, producto del avance del sector forestal y agrícola, en un 80% y 60% desde el 2018 respectivamente, lo que haría peor aún la situación actual.
Es decir, nos encontramos en el lugar más riesgoso para la vida de defensores ambientales, y además con un desarrollo subvencionado por el Estado de las industrias con más casos de muertes registrados en el mundo. El extractivismo es la fuente económica de las relaciones exteriores de Chile, y como parte del colonialismo, se ha impuesto a través de la vulneración y liquidación de los “bienes” naturales, especialmente de los cuerpos de agua (y sus defensores). La huella hídrica de nuestro país se debe principalmente a estas industrias, amparadas por un Código de Aguas nefasto y único en privilegios, que le concede a éstas el uso del agua de manera gratuita y perpetua para sus fines productivos.
Con todo esto, resulta paradójico que no esté garantizado el resguardo del agua necesaria para los ciclos biológicos, abióticos y para el consumo humano, el cual debe garantizarse como un derecho humano fundamental que es. Cerca de 400 mil familias rurales en Chile actualmente no tienen acceso a agua potable. Lo que sí existe hoy en Chile, son cientos de voces que se alzan por defender esta significativa fuente de vida, y han sido apartadas por quienes toman decisiones a puertas cerradas en la Mesa nacional de Agua, integrada por 26 personas con altos cargos en la institucionalidad, entre ellas 4 mujeres y ninguna persona de la sociedad civil.
La correcta realización de los proyectos es exigida tanto por sus inversionistas como por las personas que pueden verse afectadas por ellos si no se lleva a cabo de manera adecuada, para ninguno es gracia llegar a judicialización. Así, dado el momento social y económico actual es tiempo de pensar en una reactivación realmente sostenible, en la que haya consenso de todas las partes respecto a lo que ocurra con su entorno. Queda clara la necesidad de la firma y ratificación del Acuerdo de Escazú, pues es una herramienta para los Defensores Ambientales en toda América Latina y el Caribe que se organizan para dar respuesta a los DDHH, el Desarrollo Sostenible, la Democracia Ambiental y la desigualdad. Y creemos que esta herramienta es, a la vez, un incentivo para trabajar en estos pilares desde cualquier frente, sin temor a represalias.